Introyectos
Nacemos inmersos en una familia, crecemos al tiempo que nos vamos empapando de ideas, costumbres, pensamientos, conceptos, valores… válidas para cada sistema y tomadas a su vez de otros sistemas, heredados de nuestros anteriores o tomados de religiones, culturas, y cualquier grupo social que defienda su creencia y al que nos sintamos pertenecientes.
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Estas creencias enmarcan una identidad y una pertenencia, por lo que con el tiempo podría resultar limitante para quien quiera diferenciarse del grupo. Cuando somos chicos no se nos ocurre cuestionar demasiado esas creencias heredadas, y en muchos casos podemos llegar a hacernos viejitos, sin habernos preguntado si estamos de acuerdo o no.
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En el consultorio, cuando trabajamos acerca de los introyectos que acompañan a mis consultantes, les pongo el ejemplo de los hámsters: ¿los viste comer alguna vez? Yo tuve varios de niña y me fascinaba observar cómo comían: tragaban enteras las rodajas de zanahoria que les daba, y las almacenaban en unas bolsitas elásticas que tienen en las mejillas; quedando desfigurados. Pero era más interesante lo que pasaba después… con sus manitos empujaban las bolsitas, regurgitando las rodajas enteras, para luego sí comerlas lentamente. Así hacemos con los introyectos, “tragamos” en la infancia y muchas veces no regurgitamos sino hasta la adultez; y otras muchas veces nunca llega el momento de decidir qué parte de la zanahoria (creencia) elegimos digerir y qué parte elegimos dejar.
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Es tan interesante observar lo que sucede cuando el consultante está en el “darse cuenta” de sus introyectos… asombro, cuestionamiento, ganas de descubrir sus propias revelaciones, o apegos y defensa de lo tomado de las mujeres y hombres del clan, miedo a perder pertenencia o alivio de entender por qué les ha costado tanto ser las ovejas negras. Igual casi siempre descubrimos que son apenas grises. El miedo a la exclusión suele ser más fuerte que la defensa de una idea opuesta a la ingerida, aunque creo que, con el tiempo, la apertura, y otras cuestiones sociales, viene siendo diferente.
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“Para ser exitoso se requiere sacrificio” decía el mandato familiar de Luis, quien no podía disfrutar cuando la bonanza venía sin vestigios de sacrificio, tenía que doler para creerse merecedor de lo bueno que le estaba sucediendo.
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María llevaba en alto la bandera de la solidaridad; siempre había conseguido la mirada y el reconocimiento de su padre, cuando respondía al mandato de “atender las necesidades ajenas antes que las suyas”. Estaba convencida de que era tan buena persona porque estaba siempre al servicio. El tema fue que aprendió a no mirarse, a no escucharse, a no priorizar sus necesidades y cada vez que intentaba hacerlo, la culpa la atormentaba. María para su entorno era sinónimo de bondad, ella solo daba sin recibir nada a cambio; tanto, que nadie imaginó que ella también tenía necesidades. Y por supuesto ella no iba a ser tan egoísta de darse, o de pedir…
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“Las mujeres podemos solas, ¿para qué estar en pareja?” era la creencia de Ana, quien al mirar para atrás efectivamente corroboraba que sus anteriores habían podido criar y sostenerse sin una pareja. El problema se le presentaba a Ana al darse cuenta de que ella sí quería caminar al lado de un hombre; pero cuando lo hacía comenzaba a pesarle…entonces cuando todo empezaba a andar bien en la pareja, algo pasaba y de pronto la relación terminaba. A pesar del dolor, ella respiraba hondo, respiraba pertenencia…
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Por el contrario, Lucía aseguraba que “en la pareja hay que aguantar”, así como lo habían hecho esa cadena de abuelos que fueron fieles a la promesa de permanecer juntos hasta que la muerte los separe. Pero ella llevaba años apagándose de a poco, conservando una pareja en la que no era feliz.
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“En esta familia, todos somos y seremos profesionales”, “Hay que aparentar…”, “No puedes estar triste ni enojado”, y en otras épocas “Los hombres no lloran”. Y tantísimos otros valores que nos identifican, ¡todos tan respetables!
Llevamos creencias limitantes que nos quitan creatividad, singularidad y poder de reflexión. Así como hay tantas otras costumbres que transmitimos conscientes, en honor a algún ser querido, y que al tomarlos pueden darnos expansión y sabiduría.
Si miramos la creencia, la analizamos y con intención crítica la volvemos a elegir, entonces ese gesto tiene algo más de libertad, porque ha dejado de ser ciego. Aunque la lealtad familiar suele ser tan fuerte e invisible que seguramente no lo hagamos muy diferente… Tantas repeticiones de hechos sucedidos anteriormente, en otras generaciones del clan familiar, muchas veces nos aprisionan.
Hace muchos años cuando era muy muy jovencita emprendía una terapia que me cacheteaba fuerte en cada sesión. Mi Psicoanalista, me daba la mano, rígido y durante los 50 minutos me miraba sin gesticular, cuestionando cada una de mis contundentes creencias. Para mí era la verdad absoluta porque así lo había dicho mamá, entonces me volvía enojada y fastidiada. ¿Quién se creía para poner en dudas verdades tan terminantes?! Agradezco tanto su perseverancia… la gota rompe la piedra. Finalmente me encontré desarmada sin saber quién era, ni qué creer. Preguntándome quién me dijo que tal cosa era así, y para quién de mis anteriores sí lo había sido; cómo me afectaba cargar con algo que no era mío, sin imaginar cuántas generaciones había atravesado esa creencia. Hoy con el doble de edad aún sigo descubriendo cuantos introyectos me acompañan, y quién sabe cuántos más siguen siendo invisibles; esos que obviamente estaré heredando a mis hijos. Ojalá ellos tengan la habilidad del hámster para regurgitar la zanahoria y decidir si la toman, la dejan, o la toman en parte.
